7.8.08

16. Quedan rumanos en Rumanía

14 de Mayo




Pues sí, y unos cuantos, todavía. Yo llegaba dudando si no estarían todos ya entre el corredor del Henares, los fresales de Lepe y la cornisa levantina, entre otras “plazas” no lejanas… Pero sí, sí, quedan e incluso abultan; aunque sobre todo… fuman. ¡…Joer si fuman, estos tíos…!, con desespero y como verdaderos autómatas; ¡menuda banda!
Bueno, pues la cosa es que entrando desde la frontera búlgara no se tarda mucho más de una hora en llegar a Bucarest. Otra de esas capitales que suscitan la correspondiente curiosidad del viajero que nunca paseó ‘el palmo’ por allí.
En el microbús que he tomado poco antes de abandonar Bulgaria entablo amistad con Antônio, veterano y políglota trotamundos brasileño que también transita estos días por Europa oriental (aunque rumano no habla, el ‘garoto’…).












El bus nos deposita en el centro de Bucarest, y allí tomamos el ‘metro’ hacia la Gara de Nord, populosa zona por la que ambos hemos seleccionado previamente posible alojamiento económico. El metro de Bucarest… ¡otro de los ‘highlights’ de la ruta de estas semanas!
Y bueno, en mi primer paseo por el centro de la capital rumana, casi anocheciendo ya, me doy de bruces con las grisáceas y vetustas edificaciones que sugieren el inevitable remontamiento a épocas precedentes… Ahí está la “museo-avenida” Regina Elisabeta, y sus barrios aledaños, toda una sucesión de edificios históricos en diverso estado de conservación (Universidad, Palacio de Correos, Caja de Economías, museo Nacional de Historia…) . Uno no evita, caminando por entre todos esos lugares, retrotaerse a los aún no tan lejanos tiempos de Nicolae Ceaucescu, el hombre fuerte de las dos últimas décadas de la etapa comunista, quien, a partir de su creciente megalomanía (construyó, entre otras ‘hazañas’, un Parlamento que ha llegado a ser el segundo edificio mayor del mundo, tras el Pentágono, provisto hasta de un bunker anti-nuclear) y sus excesos represionistas, terminó sus días en diciembre del 89 tras un fusilamiento sumarísimo conducido por un tribunal militar (el Parlamento en cuestión no había sido aún finalizado, en esos momentos..).










En la jornada siguiente, o cuando regrese a Bucarest dentro de algunos días para volar a Varsovia, procederé, con la luz del día, a la pertinente recolecta de imágenes representativas del entorno. (Esto, sin saber en esos momentos que, … bueno, ya contaré…).
Durante esa noche por Bucarest, me sorprende (ingratamente) la “intrepidez” de bastantes automovilistas locales, al verles lanzados en sus respectivos utilitarios a 110 – 120 kms/hora por calles y avenidas del centro de la ciudad. Podría admitirse que unos cuantos botarates –no eran únicamente dos o tres…- arriesguen estúpidamente sus propias vidas; el problema, claro está, es que no es sólo las suyas las que ponen en juego…
A primera hora de la mañana siguiente tomo un tren hasta Brasov, una de las abanderadas y más pintorescas ciudades de la mítica región de Transilvania. Así que va a tocar hablar un poquillo del amigo Draculilla, va a tener que ser, ¿no..?. Antes de ello, decir que el trayecto ferroviario Bucarest-Brasov, de unas tres horas de duración, me regala el avistamiento de unos paisajes deslumbrantes, sobre todo durante el paso junto a los Alpes de Transilvania, cordillera de nevadas cumbres (...joé, qué contraste; ahora nieve y hace “cuatro días” cocoteros y playas por el trópico filipino y mozambiqueño) que, algo más al este de la ciudad de Brasov, prácticamente se encadena con el sur de los Cárpatos Orientales, que también vertebran Rumania oriental de norte a sur.
Pues nada, vamos un poquejo con la cosa del ‘friki’ aquél de las estacas y los dientes de ajo, algo aficionado a la sangre ajena, al parecer, y a reposar en rancios lechos de “dudoso” atractivo… Se atribuye la identidad de Drácula a Vlad Tepes (Vlad “el Empalador”), que vivió en el siglo XV y era hijo del príncipe de Valaquia Vlad Dracul (Vlad “el diablo”), conocido éste por sus sanguinarios hábitos para con los enemigos de su principado. Lo de ‘Drácula’ le vino por derivación de Draculea, (‘hijo de Dracul’). Para cuando le llegó el turno de suceder a su progenitor al frente del principado, había heredado también de aquél una gran dosis de propensión al ensañamiento fácil. Y con una peculiar variante: el mozo gustaba (y así acabó especializándose) de empalar a sus enemigos clavándoles hábilmente una estaca de madera en sus cajas torácicas, cuidando siempre de no tocar ningún nervio vital durante el ‘proceso’, lo cual garantizaba una agonía lenta, de unas 48 horas, a los infelices de turno. Estos solían ser tanto guerreros turcos (eran tiempos ya de dominio otomano en la antigua Rumanía) como súbditos desleales a “la causa”. Tras unos años de reinado exhibiendo tan “refinadas” artes, fue asesinado una noche en su palacio tras una emboscada turca. Se cuenta que su cabeza fue enviada a Estambul y exhibida públicamente durante algún tiempo. Su leyenda fue quedando postergada en el olvido durante los siguientes cuatrocientos años, hasta que a mediados del siglo XIX la aparición de la famosa novela de Bram Stoker hizo revivir de nuevo, y ya hasta nuestros días, el espíritu de tan peculiar ‘engendro’.
En la localidad transilvana de Sighisoara quedó como recuerdo la llamada “Casa de Drácula”, que hoy en día es un restaurante sin mayor historia, aunque sí conserva dicho nombre. Y en las proximidades de Brasov se halla el Castillo Bran, como vestigio vivo de una de las supuestas residencias del célebre “príncipe-conde”. Ni que decir tiene que se trata de uno de los principales hitos turísticos de la zona.





En Brasov coincido jornada y pico con Paco, murciano y empedernido viajero, quien al contrario que servidor (que ya vislumbra el final de su peripecia), ha comenzado hace no muchas semanas una ‘escapada’ que calcula “para unos diez meses o así, ya veremos; pillaré el Transiberiano y me perderé por Asia el tiempo que haya de ser…”. Pero nos toca ‘platicar’ en ‘english’, pues tenemos otro compinche, Holger, risueño alemán de Düsseldorf, quien “lo lleva” más moderado: tres semanillas sólo por Rumania, de “vacaciones”. Ambos, compañeros míos de cuarto en el ‘hostel’ de la ciudad.









Tras un par de días allí dejo atrás Brasov, con tiempo para haber admirado su centro histórico (en torno a una hermosísima plaza central), ascender con mis dos compañeros el funicular que lleva a un mirador magnífico sobre la ciudad, y hasta asistir, por menos de dos euros al cambio, a una excelente representación de la ópera “El barbero de Sevilla”, de Rossini (en italiano, claro está, y con subtítulos en rumano en una pantalla adosada al escenario; hice “lo que pude” por seguir la trama, pero desde luego mereció completamente la pena; los intérpretes eran auténticos fenómenos).
















Siguiente etapa: Cluj-Napoca, ciudad universitaria del norte de Transilvania; la ciudad más poblada de esta vasta región. De nuevo, una población generosa en monumentos y edificios históricos, con protagonismo destacado para dos catedrales, una ortodoxa y otra católica, que coronan el horizonte arquitectónico del lugar.


















Y con un inmenso jardín botánico, adosado a la universidad. ¡Y, jobar, por fin parece que se atisban rastros primaverales!, que desde que puse pie en Estambul, y sobre todo después, en Bulgaria, he pasado, ataviado con mis trapillos tropicales, más frescacho que Tarzán por Groenlandia; y eso que en la ciudad del Bósforo hube de comprarme en un mercado callejero una chupilla tejana (más fea que Picio, por cierto, acabé por concluir después..), para capear algo el temporalcete…
















Y tras éstas, me planto en la septentrional región de los Maramures, ya limítrofe con Ucrania. El trayecto ferroviario desde Cluj-Napoca ya se convierte en un deleite, gracias al festival de escenas de vida campesina que privilegiadamente presencio (y fotografío, como puedo, a pesar del vaivén) desde las ventanillas del añejo tren.















En efecto, los Maramures se caracterizan por ser el escenario de un entorno rural con unos patrones de vida y tradiciones ya únicos en el continente europeo.






























Tomo como base operacional la localidad de Shigetu Marmatiei. Llego ya bien caída la noche, y en la estación me espera el propietario del albergue en el que he solicitado una plaza por e-mail, desde Cluj, esa mañana. Es un inglés de Bristol, que lleva allí “about two years”, me cuenta, y que apenas (qué raro…) se ha molestado en aprender cuatro palabras de la lengua local. (¿Por qué tendrán tan arraigada la costumbre, estos tíos –ingleses, norteamericanos, australianos [y por lo general; sé que excepciones hay]- de que su idioma es “el único” en el mundo..?).
A la mañana siguiente me alquilo una bici en el mismo albergue (..a precio “de” Inglaterra, más que “de” Rumania, me da la sensación), que al parecer es uno de los medios de transporte más populares y recomendables para recorrer las carismáticas poblaciones de los alrededores. Y así llego hasta Sapanta, a unos quince kms., uno de los puntos ineludibles de la zona. En este pequeño pueblo se pueden observar una serie de iglesias-monasterios únicas, esculpidas en madera, donde las tejas se unen una a otra con un simple clavo, y que destacan por su impresionante altura.
















Pero el lugar que sin duda se lleva la fama es el conocido como “cementerio alegre”. Es un camposanto en el que desde la década de 1.930, y por idea de un ebanista local, se adquirió la costumbre de escribir a la talla, a modo de epitafio sobre cada una de las tumbas de madera, frases en tono sarcástico, irónico, humorístico en todos los casos, sobre pasajes destacados de lo que fue la vida del hoy difunto (y relatadas en primera persona). Los pintorescos ataúdes, coloreados en vivos tonos, son pequeñas maravillas arquitectónicas en las que aparece, además, una ilustración gráfica alusiva al oficio que ejerció cada ‘morador’, o a alguna actividad representativa de su existencia. Hay quien ha asegurado que éste sería, sin lugar a dudas, el cementerio donde Groucho Marx hubiese deseado reposar para la eternidad.






























Antes de abandonar Sapanta, y a las puertas del “Cementerio alegre”, coincido y saludo a un par de jóvenes japoneses que, según me cuentan, salieron de Singapur hace varios meses y, siempre por tierra, sin tomar un solo vuelo, se han plantado en el este de Europa, con la pretensión de alcanzar Portugal hacia julio. Pero, sin ser manca esta aventura, todavía encuentro, minutos más tarde, a una pareja belga que les supera: tienen unos veinticinco años, quizá un poco más, y hace año y medio salieron de Amberes, su tierra, montados en sendos caballos, y arrastrando una especie de caravana que prácticamente ha sido su casa durante todo este tiempo. Viajando, los tíos, como en el antiguo Oeste hace siglo y medio. Su aspecto es extremadamente humilde; da la sensación de que van “con cuatro duros” encima. Me cuentan que desde el último invierno, ya llegados a Rumanía, se han puesto varias veces a currar en lo que podían o les iba saliendo. Y la sonrisa no les abandona ni un momento mientras relatan sus peripecias. Lo cierto es que desprenden una sensación tremenda de sosiego y paz. No pasan nunca por ciudades, me dicen; siempre han de pernoctar en zonas con hierba, “para que coman los caballos, claro..”.


Cuando estoy hablando con ellos, sentados en una mesa de madera junto a una de las típicas iglesia-monasterio, una de las religiosas del lugar les está sirviendo un guiso de comida casera. Me toca interpretar que les están ofreciendo comida a cambio de alguna faenilla (domiciliaria, jardinería..) que ellos se habrán brindado a realizar hoy a las monjas.


Por mi parte, siento una especie de alivio al no ser finalmente necesario que les relate que yo me he gastado algo más de tres mil euros en los veinte vuelos de que consta mi itinerario, y que partí con otros tres mil más por los bolsillos.


Me despido de ellos pensando una vez más en la cantidad de gente que se puede encontrar por ahí, en cualquier rincón del mundo, portadora de unas increíbles dosis de espíritu, que tienen grandes cosas que contar sin que casi nadie lo sepa, y con una particular manera de interpretar la vida, sus vidas, con pleno convencimiento aunque tal interpretación sea diametral con respecto a los patrones habituales, los de los demás, los de “la mayoría”.
Es por esa zona septentrional del país, en los Maramures, cuando a la vista de un mapa del este europeo caigo en la cuenta de que me hallo ya más cerca de Cracovia, en mi próximo destino polaco, que de la propia Bucarest, adonde en principio contaba con regresar para volar a Varsovia. Tras unas horillas dubitativas durante el pedaleo, el inglés del albergue interviene decisivamente para disipar mis dudas: “nothing, log…” (‘nada, tronco’..), “..la arquitectura de L’vov (Ucrania) es mucho more interesting que la de Bucarest…”; “..así que from lost, to the river; ya sabes”. Unido ello a la pereza de deshacer por tierra el camino ya hecho de sur a norte por el país rumano, y sobre todo a la curiosidad por “profanar” un territorio en principio imprevisto en mi ruta, el ucraniano –camino de Polonia-, decido definitivamente seguir tirando hacia el norte en lugar de desandar lo andado.


La pena es que me quedo sin fotografiar toda la monumentada interesante y vetusta de la capi rumana. A ver si en otra ocasión…




1 comentario:

Raquill dijo...

Yo conocí esa zona de los Maramures hace tres años. También la recuerdo como uno de los sitios más especiales por los que me he movido en este planeta.
Felicidades por este compendio de relatos, se adivina sobradamente que estás viviendo este viaje como una experiencia increible.